Hay un tipo de mujer que inmediatamente después de la Encarnación del Verbo, comenzó a tener vuelo propio en la historia: la religiosa consagrada. Es verdad que existían las vírgenes consagradas en el judaísmo y hasta las sibilas en el mundo greco-romano, pero el estilo de vida de la mujer consagrada después de Cristo rompió totalmente los esquemas conocidos.
Hay una época y un monasterio que marcarán un antes y un después en la vida religiosa femenina del occidente cristiano: la abadía de Saint-Jean de Arles, desde donde surgirán los grandes conventos medievales en los siglos V, VI y VII. Las religiosas, protectoras de las artes y las letras, ejercieron una considerable influencia en la nueva evangelización especialmente en Germania y Gran Bretaña.
En Alemania la vida monástica cobrará un impulso extraordinario; las abadesas, que suelen estar emparentadas con emperatrices, son en general mujeres de valía que hacen de sus conventos centros de cultura al mismo tiempo que de oración; asimismo, sus alianzas familiares las llevan a desempeñar una función importante en la vida política.
En cuanto a la vida consagrada, es interesante resaltar que, lejos de ser el mundo machista o puritano que se suele creer, no pocos monasterios de la cristiandad de los siglos VI y VII eran monasterios mixtos. Se trataba de congregaciones dobles, es decir, con rama masculina y femenina que convivían sin mucha dificultad albergando a ambas ramas en claustros independientes separados por la iglesia abacial en el centro, único sitio donde se reunían para la oración y los oficios litúrgicos.
En realidad, se trataba más bien de una necesidad, pues los monasterios solían instalarse en lugares apartados, adecuados para el recogimiento. En una época con medios de transporte sumamente escasos, para las monjas era indispensable la proximidad de los sacerdotes para la misa y los demás oficios litúrgicos. Por otra parte, en aquella época los monjes vivían del fruto de sus propias manos y era necesario mucha dedicación y fuerza para los trabajos más fuertes; así, los hombres se dedicaban al arado, el riego y la cosecha, siendo su presencia casi indispensable para las religiosas, que se dedicaban a quehaceres más adecuados. Así, en una verdadera sociedad monjes y monjas se ayudaban mutuamente para alcanzar el reino de Dios; ambos, regidos por la regla benedictina o cisterciense, tenían un fin en común regidos muchas veces… ¡por una mujer!