La situación legal de la mujer antes de la venida de Cristo y específicamente bajo el Imperio Romano, no era de lo mejor: considerada como una res, es decir como una cosa salvo que fuese liberta o “ingenua” (nacida en libertad), carecía de existencia jurídica al igual que un esclavo y si bien vivía en el ámbito familiar, el poder del mismo sólo residía en el pater familias, es decir, el padre, quien oficiaba como único propietario y sumo sacerdote de la morada.
Era el padre y no la madre o las hijas quien poseía el derecho de vida y de muerte sobre los hijos; determinaba los matrimonios de sus hijas y hasta tenía el ius gladii (derecho de la espada) sobre las hijas mujeres que cometieran adulterio, pudiendo matarlas en caso de ser encontradas culpables.
«En Roma, la mujer, sin exageración ni paradoja, no era sujeto de derecho… Su condición personal, la relación de la mujer con sus padres o con su marido son competencia de la domus, de la que el padre, el suegro o el marido son jefes todopoderosos… la mujer es únicamente un objeto».
Robert Villers, jurista, en Recueil de la Société Jean-Bodin destinado a La Femme, 1959.
La mujer soltera, asistía a los actos religiosos de su padre, una vez casada tenía que asistir a los de su marido, por lo que agrega.
«Aquí es cuando las leyes antiguas, a primera vista, parecen extrañas e injustas. Se experimenta alguna sorpresa cuando se ve en el derecho romano que la hija no hereda del padre si se casa, y en el derecho griego que no hereda en ningún caso».
Fustel de Coulanges, La Ciudad Antigua, 1994.
Fuera de los matices que puedan encontrarse, lo cierto es que la situación será muy distinta a partir de la llegada del cristianismo.
¡A Dios gracias apareció el Evangelio!
En un ambiente dominado por la romanitas este acontecimiento revolucionario y decisivo vino a proclamar la igualdad esencial entre el hombre y la mujer, como decía San Pablo, pues a partir de Cristo «ya no hay judío ni griego; ni esclavo ni libre; ni hombre ni mujer, ya que todos vosotros sois uno en Cristo Jesús» (Gál III, 28).
La religión cristiana, gracias a la lengua común (el griego koiné) las viae o caminos romanos y el férreo gobierno político, prendió rápidamente en todo el Imperio conocido, pero fue en especial entre las mujeres donde tuvo una enorme acogida, especialmente al momento de dar testimonio hasta el martirio. Desde los primeros tiempos, la Iglesia declaró mártires para la posteridad a Perpetua, Felicidad, Águeda, Inés, Cecilia, Bárbara y Lucía, entre otras defensoras de la Fe.
«Entre el tiempo de los apóstoles y el de los Padres de la Iglesia, durante esos trescientos años de arraigamiento, de la vida subterránea resumida en la imagen de las catacumbas, ¿la Iglesia es un asunto de quién? De las mujeres (…). Estas santas de los primeros siglos fueron en ese mundo y medio que las rodeaba, verdaderas contestatarias; en efecto ¿qué pretendían Inés, Cecilia o Lucía?: rechazar el marido que les asignaba su padre y conservar la virginidad con vistas al reino de Dios».
Régine Pernoud.
Las mujeres comprendieron muy pronto que el Evangelio les otorgaba una nueva vida y status pues Jesucristo venía para dar la salud a los oprimidos y la libertad a los cautivos, una libertad de la cual ellas nunca habían gozado en su totalidad y no estaba prevista en ninguna de las leyes romanas. Desde ahora tendrían derecho a elegir su existencia y a responder por ella, comprendiendo así que valía la pena conquistar esa libertad, aún al precio de la propia vida. Históricamente hablando, la reivindicación de su libertad llevaba implícitas todas las demás, como la de pronunciar libremente el voto de virginidad y hacerse responsables ante Dios y los hombres de sus decisiones. Muchas jóvenes desde entonces, decidieron morir antes que claudicar de sus principios y sus votos.
En efecto, las vírgenes y las viudas formaban en el mundo pagano o judío una gran aldea solitaria donde, por haber perdido a sus maridos o no haberlos hallado, eran consideradas casi unas parias. Muy por el contrario, ya desde los Hechos de los Apóstoles y las cartas de san Pablo, puede verse que en la comunidad cristiana, no sólo se las consideraba sino que eran las primeras en recibir asistencia, teniendo además, un enorme papel en la difusión del Evangelio (baste recordar el papel de Santa Elena, madre del Emperador Constantino, entre otras).
La gran liberación femenina que trajo el cristianismo hizo que la mujer «saliera de la cocina» del mundo pre-cristiano y se pudiera dedicar a las letras y la exégesis de las Sagrada Escrituras, como sucedió con un grupo de mujeres reunido alrededor de San Jerónimo en el monasterio de Belén (a finales del siglo IV): Paula, Eustaquia y otras compañeras, formaban un verdadero «Centro de estudios», hasta el punto de que gracias a ellas san Jerónimo compuso algunos de sus famosos comentarios a las Escrituras, como el Comentario sobre Ezequiel.
«Paula aprendió hebreo y lo aprendió tan bien que cantaba los salmos en hebreo y hablaba este idioma sin mezclar para nada en él la lengua latina»
San Jerónimo.
«Los monasterios masculinos reunirán más bien a personas deseosas de austeridad, de recogimiento y penitencia, mientras que en su origen los monasterios de mujeres se caracterizan por una intensa necesidad de vida intelectual y espiritual».
Reginé Pernoud.
Pero no sólo al estudio y a la oración se dedicaron las primeras cristianas; las mujeres tuvieron un papel decisivo en los primeros siglos de la Iglesia. Varias reinas, algunas de ellas santas, llevaron adelante la Iglesia, incluso convirtiendo a sus propios esposos: Santa Clotilde, por ejemplo, convenció al rey pagano Clodoveo para que eligiera la fe católica y no la herejía arriana adoptada por los godos y visigodos, con lo que Francia se convirtió en la primera hija de la Iglesia y el baluarte de la civilización occidental.
Convertir al rey, al esposo, al hijo, al hermano, al amigo o al amante fue un menester propio de las primeras mujeres cristiansas; podríamos citar de a cientos, como Teodosia en España, Teodolinda en Lombardía o Berta en Inglaterra… Ellas conseguirán con su prudencia y dulzura lo que muchos predicadores no lograrán con sus sermones y penitencias, pues convertida la cabeza vendría luego la conversión de los súbditos, y así pueblos enteros adoptarían la fe de la Santa Madre Iglesia.
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