domingo, 11 de octubre de 2015

HdI 03 La mujer religiosa en la Baja Edad Media (s. XI-XV)


Si hiciésemos caso de las leyendas, podríamos creer que la Edad Medía fue un tiempo “oscuro”. Pero los historiadores han podido comprobar que la realidad es muy distinta, y que la Edad Media, gracias en buena medida a la Iglesia, fue una época de notable progreso e innovación tanto en lo cultural como en lo económico. En este período se produjeron las grandes obras de arte, la expansión de las universidades y también de la vida monástica.
Pero las leyendas no acaban ahí. Numerosos invenciones históricas hacían creer, todavía hoy, que las muchachas en la Edad Media eran casi obligadas a vivir dentro del entorno cerrado y opresivo de un monasterio. La realidad es que la vida en clausura no era tan rigurosa como se piensa; las monjas de importantes monasterios, especialmente los benedictinos y los cistercienses, salían habitualmente para visitar a su familia, realizar trámites legales, o incluso viajar a la Corte para ver al Rey, especialmente si la monja pertenecía a la nobleza. 
En ocasiones, algunos familiares y allegados podían entrar dentro del recinto del monasterio para realizar visitas, participar en algunas ceremonias importantes, o incluso residir allí por algún tiempo sin necesidad de ser religiosa. 
Hoy podrá parecernos extraño, pero en la Edad Media, no era rara la existencia de monasterios mixtos, es decir, formados por una comunidad de monjes y otra de monjas pertenecientes a la misma orden. Vivían en claustros distintos, pero compartían la Iglesia y algunos momentos de su vida cotidiana. 
En los monasterios, el papel de la mujer en los tiempos de las catedrales estaba completamente ligado a la función y dignidad que Dios le había dado en el principio de los tiempos: «carne de su carne y hueso de sus huesos» (Gén 2, 23), igualmente hija de Dios y, por tanto, igualmente digna y, por más que sus fuerzas físicas no fuesen las del hombre, no por ello su vigor moral era acallado.

Petronila de Chemillé, abadesa.
Un caso muy llamativo del papel de la mujer religiosa en la Iglesia de la Baja Edad Media (s. XI-XV) podría ser el del monasterio de Fontevraud, donde las mujeres estaban al mando.
El 31 de agosto de 1119, el monasterio de Santa María de Fontevraud en Anjou, Francia, recibió a un visitante ilustre: el papa Calixto II. En presencia de una multitud de prelados, barones, eclesiásticos y gente sencilla, el pontífice acudió en persona para proceder a la consagración del altar mayor de la abadía. En el atrio de la iglesia, en vez de recibirlo el abad del monasterio, lo aguardaba la abadesa Petronila de Chemillé, una jovencita de sólo 26 años, que regía la abadía mixta desde hacía más de cuatro años…
El monasterio había sido fundado por Roberto de Arbrissel, nacido en Bretaña (Francia) en el año 1050. Se hizo sacerdote, transformándose con el tiempo, en un celoso predicador contra la simonía y los malos clérigos. Deseoso de abrazar una vida más austera, Roberto se dirigió hacia el bosque de Craon hasta que, como suele sucederle al que busca a Dios en la soledad, al poco tiempo se encontró rodeado de numerosos imitadores que se convirtieron en sus fieles. 
En esa época la iglesia vivía momentos de gran fervor y renovación gracias a la reforma gregoriana que, entre otras cosas, impulsó la creación de nuevas órdenes: las cartujas, el Cister, Grandmont, etc; la orden de Fontevraud ocupaba en este contexto un lugar importante. Alrededor de Roberto se formaron espontáneamente grupos de jóvenes y gente mayor, de modo que un día el ardiente eremita sintió la necesidad de establecer a los compañeros que lo rodeaban en un monasterio; el señor Renaud de Craon facilitó su fundación otorgándole una tierra donde se levantaría en 1096 Santa María de la Roé, siendo incluso visitado por el papa Urbano II que por entonces predicaba una de las cruzadas en tierras francesas.
A él, ávidos de santidad, comenzaron a acudir hombres y mujeres de todas las condiciones: pobres, nobles, viudas y vírgenes, ancianos y jóvenes; hasta las prostitutas se dirigían arrepentidas para cambiar en este sitio. Enseguida sus fundaciones fueron multiplicándose. Cuando en 1105 el papa Pascual II confirmó la idoneidad de la orden, ésta ya contaba con seis conventos.
La abadía de Fontevraud, como casa madre, llegó a reunir a comienzos del s. XII a 300 monjas y 70 monjes; hacia el año 1140 se estimaba en 5000 el número de miembros. La orden se convirtió en un sitio temeroso para los padres de familia, a causa de la cantidad de vocaciones que suscitaba, pues hasta los esposos decidían a veces abrazar la vida religiosa, como fue el famoso caso de Inés de Ais y su esposo Alard: cierta tarde que los jóvenes enamorados paseaban cerca de la abadía de Fontevraud, y a pesar del mutuo amor profesado en los altares, decidieron separarse por quien es el Amor de los amores; con el tiempo, el conde de Ais donaría a la nueva orden la tierra de Orsan y su esposa llegaría a ser la primera priora de la orden…
Por disposición de su fundador, todo hombre o mujer que ingresaba a la vida religiosa, debía profesar obediencia a una mujer. 
«Sabed, hermanos muy queridos, que cuanto construí en este mundo lo hice por el bien de las hermanas: les he consagrado toda la fuerza de mis facultades y, lo que es más, yo mismo y mis discípulos nos hemos sometido a su servicio por el bien de nuestras almas. De modo que con vuestra aprobación he decidido que mientras yo viva sea una abadesa quien dirija esta congregación; que después de mi muerte nadie se atreva a contradecir las disposiciones que he tomado». 
Roberto de Arbrissel.
Pero no cualquier mujer… Roberto de Arbrissel dispuso que la abadesa no debía ser una virgen sino una viuda, es decir, una mujer que hubiese tenido la experiencia del matrimonio. Era necesario haber conocido la naturaleza del hombre para poder dirigirlo; fue ésta una de las condiciones más importantes por la que se eligió a Petronila de Chemillé, joven hermosa que, tras la prematura muerte de su esposo, había ingresado en la Orden a la edad de 22 años.
Hubo incluso en la historia de la orden otra abadesa que, lejos de la vida tranquila de Petronila, vivió los amoríos del mundo gozando de mala reputación entre la gente de la época; se trata de la historia de Bertrade de Montfort, esposa del noble Foulques de Anjou, terminó abandonándolo para convertirse en la amante nada menos que del rey de Francia, Felipe I… Pero como la Iglesia conoce las debilidades de sus hijos, esta nueva Magdalena, después de su conversión, profesó como religiosa en 1114 en Fontevraud, llegando a ser con el tiempo, priora de una nueva fundación.

Santa Hildegarda de Bingen, doctora de la Iglesia.
Vale la pena recordar también a la que se conoció con el nombre de «la sibila del Rhin», Santa Hildegarda de Bingen (1098-1179): profetisa, artista, música, médica, nutricionista, exorcista, escritora, reformadora, predicadora, criticadora… Poco tiempo atrás, el entonces papa Benedicto XVI la nombró «doctora de la Iglesia», destacando en ella su actitud en «el diálogo de la Iglesia y de la teología con la cultura, la ciencia y el arte contemporáneo (…); la valorización de la liturgia, como celebración de la vida; la idea de reforma de la Iglesia, no como estéril modificación de las estructuras», mientras agregaba que «la atribución del título de Doctora de la Iglesia universal a Hildegarda de Bingen tiene un gran significado para el mundo de hoy».
¿Qué fue lo que planteó la santa de la orden benedictina? Principalmente se ocupó Hildegarda del saneamiento de una Iglesia que se hallaba en problemas respecto de sus integrantes. ¿Qué sucedía? El siglo de Santa Hildegarda (s. XII) era una época en la que aún se vivían las consecuencias de las invasiones de los bárbaros en Europa; la simonía y el amancebamiento de sacerdotes era cosa común. Pero en aquellos tiempos no había confusiones: al pecado se le llamaba pecado y a la virtud virtud. Todos conocían que hasta los más grandes, como el rey David, podían pecar, y pecar fuertemente. Así pues, nos encontramos que muchos sacerdotes no vivían bien sus obligaciones respecto de la castidad, pero esto no los hacía pedir la abolición del celibato; ¡al contrario! Sabedores de sus culpas, hasta pedían la absolución y la pena por sus caídas.
A esta gran santa alemana, no sólo se le permitía predicar en las catedrales, sino que hasta los mismos sacerdotes y obispos, conocedores de la vida de santidad y de la profundidad de su pensamiento, le pedían ellos mismos que les predicase sobre la hermosa virtud de la pureza, como se lee:
«Vosotros ya os habéis fatigado bus­cando cualquier transitoria reputación en el mundo, de manera que a veces sois caballeros, a veces siervos, otras sois ridículos trovadores (…). Deberíais ser los ángulos de la fortaleza de la Iglesia, sustentándola como los ángulos que sos­tienen los confines de la tierra. Pero vosotros habéis caído bajo y no defendéis a la Iglesia, sino que huís hacia la cueva de vuestro propio deseo».
Santa Hildegarda de Bingen, Carta al deán de Colonia, año 1163.

En el año 1122, se llegó al Concordato de Worms, con el que se dio fin a la famosa "querella de las investiduras" (disputa de poderes entre la Iglesia y el Imperio en sus respectivos gobiernos). La Iglesia, por este tratado, se independizaba del imperio para poder ser libre del poder mundano. Pero no todos estaban de acuerdo; había obispos y papas que preferían el aplauso del mundo a la persecución.
La reformadora Hildegarda, movida por la "voz viviente" que la acompañaba desde niña, se animó a corregir tanto a emperadores como papas. Al mismo Federico Barbarroja, benefactor de su propio monasterio, le dejó dicho por carta:
«Oh Rey, es muy necesario que en tus asuntos seas cuidadoso (…) yo te veo como un niño, y como quien vive de manera insensata y violenta ante los Ojos Vivientes, en medio de muchísimos trastornos y contrariedades (…). Ten cuidado entonces que el Soberano Rey no te derribe a tierra a causa de la ceguera de tus ojos, que no ven cómo usar rectamente el cetro del reino que tienes en tu mano» 
En otra ocasión, le escribió de parte de Dios:
«Oye esto, rey, si quieres vivir; de otra manera, Mi espada te golpeará».
Al mismo Papa reinante, Anastasio IV, quien había permitido la ordenación episcopal de un obispo que había nombrado el emperador, Santa Hildegarda le dijo públicamente:
«¿Por qué no rescatas a los náufragos que no pueden emerger de sus grandes dificultades a no ser que reciban ayuda? ¿Y por qué no cortas la raíz del mal que sofoca las hierbas buenas y útiles, las que tienen un gusto dulce y suavísimo aroma? (…) ¿Por­ qué soportas las malvadas costumbres de esos hombres que viven en las tinieblas de la estupidez, reuniendo y atesorando para sí todo lo que es nocivo y perjudicial, como la gallina que grita de noche aterrorizándose a sí misma? No erradicas el mal que desea sofocar al bien sino que permites que el mal se eleve soberbio, y lo haces porque temes (…). Tú, oh hombre que te sientas en la cátedra suprema, despre­cias a Dios cuando abrazas el mal; al que en verdad no rechazas sino que te besas con él cuando lo mantienes bajo silencio —y lo soportas— en los hombres malvados».
La voz de Santa Hildegarda, se hacía oír ¡y muy bien! Pero no ha sido la única voz de mujer en estos tiempos.

Santa Catalina de Siena, doctora de la Iglesia.
Hermosa mujer, que en el siglo XIV hizo que el Papado volviese a Roma, después de estar setenta años en Avignon (Francia). 
Siendo joven, laica y analfabeta, el mismo Dios le pidió: «Sé viril y enfréntate valientemente con todas las cosas que de aquí en adelante mi Providencia te presentará».
Catalina exhortaba públicamente a las autoridades políticas y religiosas sin ser por ello reprendida. Leyendo sus cartas vemos lo lejos que estaba esta mujer de una sumisión servil e irracional respecto del hombre.
Eran tiempos en que, por haberse separado el Papa de Roma, en Europa existían dos o tres facciones de cardenales (franceses, italianos y españoles) que, apoyaban distintos candidatos al Papado y que llegaron a creer que cada uno tenía su propio Sumo Pontífice (eran los tiempos del Cisma de Occidente). Catalina tenía por misión divina terminar con este dilema que tanto daño hacía a la Iglesia, por lo que, sin complejos ni miedos, escribía palabras durísimas para finalizar con el altercado.
Lo mismo echaba en cara a unos cardenales estar llenos del «veneno del amor propio», comparándolos con flores que exhalan hedor, que culpa a unos obispos de amarse más a sí mismos que a Dios y al prójimo, que a un sacerdote le dice: «no comprendo cómo os atrevéis a celebrar misa», a causa del odio que atesora hacia otros. También las cartas que envía al Papa son muy llamativas ya que, a pesar de su amor al Papado eso no le impedía reprenderlo con toda libertad cuando el Santo Padre obraba según el mundo y no según Dios.
A Gregorio XI, que era un Papa débil y demasiado inclinado a su familia, le escribe:
«Mi dulcísimo Padre, no debemos ocuparnos de los amigos, de los parientes, de los intereses temporales, sino únicamente de la virtud, del acrecentamiento de los intereses espirituales… Si hasta hoy no habéis sido bastante enérgico, os pido y quiero en verdad que en lo sucesivo obréis virilmente y sigáis con valentía a Cristo, de quien sois Vicario. No temáis, Padre, las borrascas que os amenazan».
En nuestros días, sorprende el lenguaje de la Santa ya que difícilmente sería bien acogido hoy en las curias de cardenales y sedes episcopales, aun cuando estuviese dictado por intenciones igualmente buenas. Observamos que aquellos tiempos, contra lo que se pudiese pensar, eran infinitamente más libres que los nuestros.

Otras mujeres destacadas de este período.
Cabría nombrar también a otras mujeres que fueron dignas exponentes de esta época: Blanca de Castilla, Santa Juana de Arco o Isabel la Católica, entre otras. Pero las ya mencionadas nos dan una muestra clara del importante papel que la mujer siempre ha tenido en la historia y, particularmente, en la Iglesia.