lunes, 19 de septiembre de 2016

Rel1 B4 Los Sacramentos: La Confirmación


La Confirmación es uno de los Sacramentos de la Iniciación a la Vida Cristiana, en el que somos llamados a ser otro Cristo, viviendo nuestra vida con Él y como Él.

Quien recibe el Sacramento de la Confirmación es ungido con el santo Crisma que imprime en el confirmando el sello espiritual. La unción, en el simbolismo bíblico y antiguo, posee numerosas significaciones: el aceite es signo de abundancia (Dt 11, 14) y de alegría (Sal 23, 5; Sal 104,15); purifica (los antiguos se daban una unción antes y después del baño) y da agilidad (la unción de los atletas y de los luchadores); es signo de curación, pues suaviza las contusiones y las heridas (Is 1, 6; Lc 10, 34) y el ungido irradia belleza, santidad y fuerza.

Todas estas significaciones de la unción con aceite se encuentran en la vida sacramental. La unción antes del Bautismo con el Óleo de los Catecúmenos significa purificación y fortaleza; la Unción de los Enfermos expresa curación y consuelo. La unción del Santo Crisma después del Bautismo, en la Confirmación y en la Ordenación, es el signo de una consagración.

Por la Confirmación, los cristianos, es decir, los que son ungidos, participan más plenamente en la misión de Jesucristo y en la plenitud del Espíritu Santo que éste posee, a fin de que toda su vida desprenda “el buen olor de Cristo” (2Co 2, 15). Por medio de esta unción, el confirmando recibe “la marca”, el sello del Espíritu Santo. El sello es el símbolo de la persona (Gn 38, 18; Ct 8, 9), signo de su autoridad (Gn 41, 42), de su propiedad sobre un objeto (Dt 32, 34) —por eso se marcaba a los soldados con el sello de su jefe y a los esclavos con el de su señor—; autentifica un acto jurídico (1R 21, 8) o un documento (Jr 32, 10).

En la Confirmación el rito es muy sencillo, básicamente es igual a lo que hacían los apóstoles, aunque se le han añadido algunos elementos para que sea más entendible.

El rito esencial es la unción con el santo crisma, unida a la imposición de manos del ministro y las palabras que se pronuncian. La celebración de este sacramento comienza con la renovación de las promesas bautismales y la profesión de fe de los confirmados, haciendo ver que la Confirmación constituye una prolongación del Bautismo. (Cfr. SC 71; Catec. n. 1298). El ministro extiende las manos sobre los confirmados como signo del Espíritu Santo e invoca la efusión del Espíritu Santo. Sigue el rito esencial con la unción del santo crisma en la frente, hecha imponiendo la mano y pronunciando las palabras que establece el ritual. La celebración del sacramento termina con el beso de paz, que representa la unión del Obispo con los fieles. (Catec. no.1304).

Signos y símbolos de la Confirmación
  • Imposición de las manos.
  • Crismación.
Imposición de las manos sobre los confirmandos.

La imposición de las manos es uno de los gestos más repetidos en la Biblia y en la liturgia sacramental cristiana para significar la transmisión de poderes, la bendición, el perdón o la identificación de una persona. Su sentido queda concretado por las palabras que acompañan al signo en cada caso. «Yo te absuelvo de tus pecados» en el Sacramento de la Penitencia. «Te pedimos que santifiques estos dones con la efusión de tu Espíritu, de manera que sean para nosotros Cuerpo y Sangre de Jesucristo, nuestro Señor», en la Plegaria Eucarística. «...Escucha nuestra oración y envía sobre ellos el Espíritu Santo Paráclito», en el sacramento de la Confirmación.

Jesús bendice, cura y perdona con el expresivo gesto de la imposición de los manos. La comunidad cristiana lo utiliza para transmitir el Espíritu Santo sobre los bautizados.

En el sacramento de la Confirmación, por la imposición de las manos sobre los confirmandos, hecha por el Obispo y, en su caso, por aquellos sacerdotes que van a ayudar al Obispo en la administración de la confirmación, se actualiza el gesto bíblico, con el que se invoca el don del Espíritu Santo. En la oración que acompaña a esta primera imposición de las manos se pide a «Dios todopoderoso, Padre de nuestro Señor Jesucristo» para estos confirmandos «que regeneraste por el agua y el Espíritu Santo» (alusión al Bautismo) el Espíritu Santo Paráclito, con el espíritu de sabiduría, inteligencia, consejo, fortaleza, ciencia, piedad, y finalmente, «cólmalos del espíritu de tu santo temor». Y la segunda imposición de la mano se hace con la unción del crisma.

Unas manos extendidas hacia una persona y unas palabras que oran. Las manos elevadas, apuntando al don divino, y a la vez mantenidas sobre una persona, expresando la aplicación y atribución del don divino a estas criaturas. Por una parte, invocamos humildemente la fuerza de Dios, de quien dependemos, la fuerza del Espíritu Santo. Por otra parte, nos damos cuenta de que los dones de Dios nos vienen en la Iglesia y por la Iglesia.

La Iglesia es siempre el lugar donde florece el Espíritu. La mano poderosa de Dios que bendice, consagra o inviste de autoridad, es representada sacramentalmente por la mano del ministro de la Iglesia, extendida con humildad y confianza en este caso sobre los confirmandos. Cuando el ministro realiza este gesto simbólico de la imposición de las manos, se convierte en instrumento de la transmisión misteriosa de la salvación de Dios. Y cuando los confirmandos ven realizada sobre ellos esta acción simbólica, además de alegrarse se sienten interpelados, porque se están asegurando la cercanía de Dios, y que el Espíritu Santo sigue actuando en todo momento como «Señor y dador de vida».

Santo Crisma. Crismación.

Los óleos son ungüentos aromáticos, mezcla de aceite y bálsamo oloroso con los que, desde la antigüedad, se ungía como signo de predilección o se daban masajes.

En el Antiguo Testamento se empleaba la unción para expresar la fuerza que Dios comunicaba a las personas que empezaban una misión para su pueblo: los reyes, como David, los sacerdotes, como Aarón, los profetas, como Eliseo.

Pero el verdadero Ungido es Jesús de Nazaret. Él ha recibido la misión de Mesías, y por eso recibe la unción del Espíritu Santo. Después, los creyentes en Cristo recibimos también la unción del Espíritu a través del sacramento de la Confirmación.

El Santo Crisma lo consagra el Obispo rodeado de su presbiterio en la Misa Crismal. «Te pedimos, Señor, que te dignas santificar con tu bendición este óleo y que, con la cooperación de Cristo, tu Hijo, de cuyo nombre le viene a este óleo el nombre de crisma, infundas en él la fuerza del Espíritu Santo con la que ungiste a sacerdotes, reyes, profetas y mártires y hagas que este crisma sea sacramento de la plenitud de la vida cristiana para todos los que van a ser renovados por el baño espiritual del bautismo. Haz que los consagrados por esta unción, libres del pecado en que nacieron, y convertidos en templo de tu divina presencia, exhalen el perfume de una vida santa; que, fieles al sentido de la unción, vivan según su condición de reyes, sacerdotes y profetas, y que este óleo sea para cuantos renazcan del agua y del Espíritu Santo, crisma de salvación y les haga partícipes de la vida eterna y herederos de la gloria celestial».

En la celebración del Bautismo, después de la inmersión o efusión del agua, el celebrante unge con el crisma la coronilla del bautizado, significando su incorporación al sacerdocio de Cristo. «Dios todopoderoso,... te consagre con el crisma de la salvación para que entres a formar parte de su pueblo y seas para siempre miembro de Cristo, sacerdote, profeta y rey».

El sacramento de la Confirmación se confiere mediante la unción del crisma en la frente, que se hace con la imposición de la mano, y mediante las palabras «Recibe por esta señal el don del Espíritu Santo». En Oriente este sacramento se llama «Crismación».
"La unción del santo crisma después del Bautismo, en la Confirmación y en la Ordenación, es el signo de la consagración. Por la Confirmación, los cristianos, es decir, los que son ungidos, participan más plenamente en la misión de Jesucristo y en la plenitud del Espíritu Santo que éste posee, a fin de que toda su vida desprenda «el buen olor de Cristo». Por medio de esta unción, el confirmando recibe «la marca», el sello del Espíritu Santo. El sello es el símbolo de la persona, signo de su autoridad, de su propiedad sobre un objeto, por eso se marcaba a los soldados con el sello de su jefe y a los esclavos con el de su señor. Autentifica un acto jurídico o un documento y lo hace, si es preciso, secreto. Cristo se declara marcado con el sello de su Padre. El cristiano también está marcado con un sello: «Y es Dios el que nos conforta juntamente con vosotros en Cristo y el que nos ungió y el que nos marcó con su sello y nos dio en arras el Espíritu en nuestros corazones» (2Co 1,22). Este sello del Espíritu, marca de la pertenencia total a Cristo, la puesta a su servicio para siempre, indica también la promesa de la protección divina en la prueba escatológica»".
Catecismo de la Iglesia Católica, no. 1294-1296.

«Ser crismado es lo mismo que ser crista, ser mesías, ser ungido. Y ser mesías y ser crista comporta la misma misión que el Señor: dar testimonio de la verdad y ser, por el buen olor de las buenas obras, fermento de santidad en el mundo» (Monición antes de la crismación).

"Tenemos finalmente el más noble de los óleos eclesiales, el crisma, una mezcla de aceite de oliva y de perfumes vegetales. Es el óleo de la unción sacerdotal y regia, unción que enlaza con las grandes tradiciones de las unciones del Antiguo Testamento. En la Iglesia, este óleo sirve sobre todo para la unción en la Confirmación y en las sagradas Órdenes.

La liturgia de hoy vincula con este óleo las palabras de promesa del profeta Isaías: “Vosotros os llamaréis ‘sacerdotes del Señor’, dirán de vosotros: ‘Ministros de nuestro Dios’” (61, 6). El profeta retoma con esto la gran palabra de tarea y de promesa que Dios había dirigido a Israel en el Sinaí: “Seréis para mí un reino de sacerdotes y una nación santa” (Ex 19, 6). En el mundo entero y para todo él, que en gran parte no conocía a Dios, Israel debía ser como un santuario de Dios para la totalidad, debía ejercitar una función sacerdotal para el mundo. Debía llevar el mundo hacia Dios, abrirlo a Él. 

San Pedro, en su gran catequesis bautismal, ha aplicado dicho privilegio y cometido de Israel a toda la comunidad de los bautizados, proclamando: “Vosotros, en cambio, sois un linaje elegido, un sacerdocio real, una nación santa, un pueblo adquirido por Dios para que anunciéis las proezas del que os llamó de las tinieblas a su luz maravillosa. Los que antes erais no-pueblo, ahora sois pueblo de Dios, los que antes erais no compadecidos. ahora sois objeto de compasión.” (1P 2, 9-10). El Bautismo y la Confirmación constituyen el ingreso en el Pueblo de Dios, que abraza todo el mundo; la unción en el Bautismo y en la Confirmación es una unción que introduce en ese ministerio sacerdotal para la humanidad. 

Los cristianos son un pueblo sacerdotal para el mundo. Deberían hacer visible en el mundo al Dios vivo, testimoniarlo y llevarle a Él. Cuando hablamos de nuestra tarea común, como bautizados, no hay razón para alardear. Eso es más bien una cuestión que nos alegra y, al mismo tiempo, nos inquieta: ¿Somos verdaderamente el santuario de Dios en el mundo y para el mundo? ¿Abrimos a los hombres el acceso a Dios o, por el contrario, se lo escondemos? Nosotros –el Pueblo de Dios– ¿acaso no nos hemos convertido en un pueblo de incredulidad y de lejanía de Dios? ¿No es verdad que el Occidente, que los países centrales del cristianismo están cansados de su fe y, aburridos de su propia historia y cultura, ya no quieren conocer la fe en Jesucristo? 

Tenemos motivos para gritar en esta hora a Dios: “No permitas que nos convirtamos en no-pueblo. Haz que te reconozcamos de nuevo. Sí, nos has ungido con tu amor, has infundido tu Espíritu Santo sobre nosotros. Haz que la fuerza de tu Espíritu se haga nuevamente eficaz en nosotros, para que demos testimonio de tu mensaje con alegría.

No obstante toda la vergüenza por nuestros errores, no debemos olvidar que también hoy existen ejemplos luminosos de fe; que también hoy hay personas que, mediante su fe y su amor, dan esperanza al mundo. Cuando sea beatificado, el próximo uno de mayo, el Papa Juan Pablo II, pensaremos en él llenos de gratitud como un gran testigo de Dios y de Jesucristo en nuestro tiempo, como un hombre lleno del Espíritu Santo. Junto a él pensemos al gran número de aquellos que él ha beatificado y canonizado, y que nos dan la certeza de que también hoy la promesa de Dios y su encomienda no caen en saco roto". 

Benedicto XVI, Homilía en la Misa Crismal, 21 de abril de 2011.